I
Cuando atravesé Portugal en diciembre de 1940 en viaje a estados unidos, Lisboa se me apareció como una suerte de paraíso claro y triste. Se hablaba allí mucho, por aquella época, de una inminente invasión, y Portugal se aferraba a la ilusión de su felicidad. Lisboa, que había construido la mas encantadora exposición que jamás existiera en el mundo, sonreía con una sonrisa un tanto pálida, semejante a la de las madres que carecen de noticias de un hijo que esta en la guerra y se esfuerzan en salvarlo con su confianza: “Mi hijo esta bien puesto que sonrío...” “Miren -- decía, pues, Lisboa-- cuan feliz, tranquila e iluminada estoy...” El continente entero pesaba sobre Portugal a la manera de montaña salvaje, cargada de tribus de presa; Lisboa de fiesta desafiaba a Europa; “¡Como han de tomarme por blanco si pongo tanto cuidado en no esconderme! ¡Si soy tan vulnerable!...”
En mi país, las ciudades eran, por la noche, de color de ceniza. Me había desacostumbrado a todo resplandor, y esta capital radiante me producía un vago malestar. Si los alrededores son sombríos, los diamantes de una vitrina demasiado
iluminada atraen demasiado a los moderadores. Se los oye circular. Yo sentia pesar contra Lisboa la noche de Europa habitada por grupos errantes de bombarderos, como si hubieran olfateado de lejos el tesoro.
Pero Portugal ignoraba el apetito del monstruo. Se negaba a creer en los malos signos. Portugal hablaba de arte con una confianza desesperada. ¿Se atreverían a aplastarla con su culto al arte? Había sacado a luz todas sus maravillas. ¿Se atreverían a aplastarla con todas sus maravillas? Mostraba sus grandes hombres. A falta de cañones, a falta de ejercito, había levantado contra toda la chatarra del invasor todos sus centinelas de piedra: poetas, explorares,
conquistadores. Todo el pasado de Portugal, a falta de ejército y de cañones, obstruía la ruta. ¿Se atreverian a aplastarlo con la herencia de su pasado grandioso?
Deambulaba yo, pues, melancólicamente todas las noches a traves de los logros de aquella exposición de extremado buen gusto, en donde todo rozaba la perfeccion, inclusive la musica tan discreta, con tanto tacto elegida y que fluia suavemente sobre los jardines, sin altisonancia, como el canto simple de una fuente. ¿Destruirian en el mundo ese maravilloso gusto de la medida? Y entonces encontraba a Lisboa mas triste bajo su sonrisa que a mis ciudades apagadas.
Yo he conocido –quizas tambien vosotros hayais conocido- esas familias un tanto
raras que conservan, en la mesa, el lugar de algun difunto. Negaban lo irreparable.
Pero ese desafio no me parecia consolador. De los muertos se debe hacer muertos. Entonces en su papel de muertos, ellos encuentran otra forma de presencia. Pero las familias aquellas suspendian su regreso, y los convertian en ausentes eternos, en retrasados invitados a la eternidad. Trocaban el duelo por una espera sin contenido. Y esas casas me parecian hundidas en un malestar irremediable que, de otra manera, ahogaba tanto como la pena. Por Guillaumet, el ultimo amigo aviador que perdí y que se hizo abatir en servicio postal aereo -¡Dios mio!-, acepte llevar duelo. Guillaumet ya no cambiara. Nunca volvera a estar presente, pero tampoco estara nunca ausente. Sacrifique su cubierto en mi mesa –trampa inútil- e hice de el un verdadero amigo muerto.
Pero Portugal trataba de creer en la felicidad dejandole su cubierto, sus lamparas y su musica. En Lisboa se jugaba a la felicidad a fin de que Dios tuviera a bien creer en ella.
Lisboa debia tambien su clima de tristeza a la presencia de ciertos refugiados. No
hablo de los proscriptos en busca de asilo, no hablo de los inmigrantes en busca de
una tierra que fecundar con su trabajo. Hablo de los que se expatriaban lejos de
la miseria de los suyos para poner su dinero a buen recaudo.
Como no pude hospedarme en la ciudad misma, vivía en Estoril, cerca del Casino.
Salia yo de una guerra densa: mi grupo aereo, que jamas habia interrumpido,
durante nueve meses, los vuelos sobre Alemania, habia perdido ya, en el curso de la unica ofensiva alemana, las tres cuartas partes de su tripulacion. Había conocido al regresar a mi casa, la triste atmosfera de la esclavitud y la amenaza del hambre habia vivido la noche espesa de nuestras ciudades. Y ahora a dos pasos de mi casa, todas las noches, el Casino de Estoril se poblaba de aparecidos. Silenciosos Cadillacs, que simulaban dirigirse a alguna parte, los depositaba sobre la rena fina del porche. Se habian vestido para cenar como otrora. Mostraban sus plastrones o sus perlas. Se habian invitado los unos a los otros para comidas de figurantes, donde no tenían nada que decirse.
Luego, según las respectivas fortunas, jugaban a la ruleta o al bacará. A veces
iba a mirarlos. No experimentaba ni indignación ni sentimientos de ironia. Tenia una vaga angustia, la misma que os turba en el zoologico ante los sobrevivientes de una especie extinta. Se instalaban alrededor de las mesas, se apretaban contra un croupier austero y se afanaban en experimentar la esperanza, la desesperación, el temor, el deseo y el jubilo. Igual que los vivos. Jugaban fortunas que, quizas, estuvieran vacías de significaciones en ese mismo instante. Usaban monedas que tal vez estaban ya perimidas. Los valores de sus cofres estaban quiza garantizados por fabricas ya confiscadas o amenazadas por los bombardeos, ya en vias de arrasarlo todo. Libraban letras de cambio en la luna. Al anudarse al pasado se esforzaban en creer, como si nada hubiera comenzado a crujir sobre la tierra desde hacia algunos meses, en la legitimidad de su fiebre, en los fondos que respaldaban sus cheques, en la eternidad de sus convenciones. Era irreal. Era como un baile de muñecas. Pero era triste.
Sin duda no sentían nada. Los abandonaba. Me iba a respirar a la orilla del mar. ¡Ese mar de Estoril, mar de balneario, mar domesticado, que parecía entrar en el juego! Mar que arrastraba al golfo una única ola blanda, enteramente resplandeciente de luna, como un vestido de cola fuera de temporada.
Volvia a encontrarlos en el paquebote - ¡mis refugiados!-, paquebote que, tambien
el, esparcia una leve angustia, paquebote que transportaba de uno a otro continente
aquellas plantas sin raices. Me decia a mi mismo :“Quiero ser un viajero, no quiero
ser un emigrante. ¡Tantas cosas he aprendido entre los mios que en otra parte serian inútiles!” pero entonces mis emigrantes sacaban de su bolsillo su libretita de direcciones, sus restos de identidad. Aun jugaban a ser alguien. Se aferraban con todas sus fuerzas a alguna significación. “Sabe usted -dicen-, yo soy el que... soy de tal ciudad... el amigo de Fulano... ¿conoce a Zutano?”
Y os contaban la historia de un camarada, o la historia de una responsabilidad, o la
historia de una falta o cualquier otra historia que pudiera ligarlos a algo, cualquier cosa que fuese. Pero nada de ese pasado, puesto que se expatriaban, les serviría ya. Todo era aun calido, todo era fresco, todo vivo, como lo son al comienzo los recuerdos de amor. Se hace un paquete de tiernas cartas, se agregan algunos recuerdos, se ata todo con mucho cuidado. Y la reliquia produce al comienzo un melancólico encanto. Después, pasa una rubia de ojos azules y la reliquia muere. Del mismo modo el camarada, la responsabilidad, la ciudad natal, los recuerdos de la casa se decoloran si ya no sirven.
Ellos lo percibian claramente. Asi como Lisboa jugaba a la felicidad, ellos jugaban
a creer que pronto volverian. ¡Que dulce es la ausencia del hijo prodigo! Es esta
una falsa ausencia, puesto que detrás de el la casa familiar permanece. Que estemos ausentes en la pieza vecina o en el otro extremo del planeta, la diferencia no es esencial. La presencia del amigo que se a alejado en apariencia puede tornarse mas densa que una presencia real. Asi ocurre con la plegaria. Nunca he amado mejor mi casa como en el Sahara. Nunca los novios estuvieron mas cerca de sus novias que los marinos bretones del siglo XVI, cuando doblaban el Cabo de Hornos y envejecían contra el muro de los vientos contrarios. Ya desde la partida comenzaban a regresar. Era su regreso lo que preparaban cuando tendían las velas con sus pesadas manos. El camino mas corto del puerto de Bretaña a la casa de la prometida pasaba por e Cabo de Hornos. Pero mis emigrantes se me aparecían como marinos bretones a los que les hubieran arrebatado la novia bretona. No había novia bretona que encendiera para ellos su humilde lámpara en la ventana. No eran hijos pródigos. Eran hijos pródigos sin casa a donde volver.
Entonces comienza el verdadero viaje, el viaje fuera de uno mismo.
¿Cómo reconstruirse? ¿Cómo volver a formar en si la pesada madeja de los
recuerdos? El buque fantasma estaba cargado, como el limbo, de almas por
nacer. Únicamente parecían reales, tan reales que se los hubiese querido tocar
con los dedos, aquellos que, integrados en el navio y ennoblecidos por funciones
verdaderas, llevaban los platos, bruñían los cobres, enceraban los pisos y, con un
vago desprecio, servian a los muertos. No era la pobreza lo que procuraba a los
emigrantes ese ligero desden de parte del personal. Lo que les faltaba no era dinero, sino densidad. Ya no eran el hombre de tal casa, de tal amigo, de tal responsabilidad. Representaban el papel, pero este ya no era verdadero. Nadie tenia necesidad de ellos, nadie se disponia a recurrir a ellos. Que maravilla el telegrama que os trastorna, que os hace levantar en medio de la noche, os lleva a la estacion: “!Ven! ¡Te necesito!” En seguida descubrimos amigos que nos ayudan. Lentamente formamos parte de los que merecen que se los ayude. Es cierto que nadie odiaba a mis aparecidos, nadie tenia celos de ellos, nadie los molestaba. Pero nadie los amaba con el unico amor que cuenta. Me decia: cuando lleguen los apresaran en cocteles de bienvenida, en cenas de consuelo. Pero ¿quien sacudira su puerta exigiendo que se le reciba? -¡Abre! ¡Soy yo!- Es necesario amamantar por largo tiempo a un niño antes de que exija. Es necesario cultivar por largo tiempo a un amigo antes de que reclame lo que en amistad se le debe. Es necesario haberse arruinado durante generaciones para reparar los viejos castillos que se derrumban, para aprender a amarlos.
II
Yo, pues, me decía: “Lo esencial es que en alguna parte permanezca aquello de lo
cual se ha vivido. Y las costumbres. Y la fiesta de la familia. Y la casa de los
recuerdos. Lo esencial es vivir para el regreso...” Y me sentía amenazado en mi
subsistencia misma por la fragilidad de los polos lejanos de los que dependía.
Corría el riesgo de conocer un verdadero desierto, y comenzaba a comprender un
misterio que me había intrigado por mucho tiempo.
Viví tres años en el Sahara. Soñé, también yo, después de tantos otros, con su magia. Cualquiera que haya conocido la vida en el Sahara, donde todo es aparentemente, mera soledad y desamparo, llora aquellos años, a pesar de todo, como los mas hermosos que ha vivido. Las palabras “nostalgia de la arena, nostalgia de la soledad, nostalgia del espacio” solo son formulas literarias y no explican nada. Pero ahora, a bordo de un paquebote hormigueante de pasajeros hacinados unos contra otros, me pareció que por primera vez comprendía el desierto.
Ciertamente, el Sahara solo ofrece hasta donde se pierde la vista, una arena
uniforme, o mas exactamente -puesto que allí las dunas son raras- una grava
guijarrosa. Allí uno se baña en las condiciones mismas del tedio. Y sin embargo invisibles divinidades nos construyen una red de direcciones, de pendientes y de signos, una musculatura secreta y palpitante de vida. Ya no es uniformidad. Todo se orienta. Ni siquiera un silencio se parece a otro silencio. Hay un silencio de paz cuando las tribus están reconciliadas, cuando la noche recoge su frescor; es como si hiciéramos alto, con las velas recogidas, en un puerto tranquilo. Hay un silencio de mediodía cuando el sol suspende los pensamientos y los movimientos. Hay un silencio falso cuando el viento del norte ha cedido y la aparición de insectos arrancados como polen a los oasis del interior, anuncia la tempestad del Este, que trae arena. Hay un silencio de confabulación cuando se sabe, de una tribu lejana, que esta fermentando. Hay un silencio de misterio cuando se anudan los indescifrables conciliábulos entre árabes. Hay un silencio tenso cuando el mensajero tarda en volver. Un silencio agudo cuando se retiene la respiración, por la noche, para escuchar. Un silencio melancólico si se recuerda a quien se ama.
Todo se polariza. Cada estrella fija una dirección verdadera. Son todas estrellas
de reyes magos, todas sirven a su propio dios. Esta indica la dirección de un pozo
lejano difícil de ganar, y la extensión que los separa de ese pozo pesa como una
muralla. Esa indica la dirección de un pozo agotado, y la estrella misma parece
agotada, y la extensión que os separa del pozo seco no tiene pendiente. Aquella
otra estrella sirve de guía hacia un oasis desconocido que los nómadas os han
alabado, pero que la disidencia os veda, y la arena que os separa del oasis es césped de cuento de hadas. Tal otra indica la dirección de una ciudad blanca del Sur, sabrosa, al parecer, como un fruto que invita a hincarle los dientes. Aquella la
del mar.
Por ultimo, polos casi irreales imantan de muy lejos el desierto: una casa de infancia que permanece viva en el recuerdo; un amigo del cual no se sabe nada excepto que es.
De tal modo os sentís tensos y vivificados por el campo de fuerzas que os atraen u os rechazan, os solicitan u os resisten. Os encontráis bien fundados, bien
determinados, bien instalados en el centro de las direcciones cardinales.
Y como el desierto no ofrece ninguna riqueza tangible, como no hay nada que
ver ni que oír en el desierto, se esta constreñido a reconocer -puesto que ahí la
vida interior, lejos de dormirse, se fortalece- que el hombre esta animado al
comienzo por solicitaciones invisibles. El hombre esta gobernado por el espíritu. En
el desierto, valgo lo que valen mis divinidades.
De esa manera, si a bordo de mi triste paquebote me sentía rico en direcciones
todavía fértiles, si habitaba un planeta todavía vivo, todo ello se lo debía a
algunos amigos perdidos a mis espaldas en la noche de Francia, y que empezaban
a serme esenciales. Decididamente, Francia no era para mi ni una deidad abstracta ni un concepto de historiador, sino una carne de la que yo dependía, una red de lazos que me gobernaban, un conjunto de polos que fundaban las pendientes de mi corazón. Experimentaba la necesidad de sentir mas sólidos y duraderos que yo mismo a aquellos a quienes necesitaba para orientarme. Para conocer o regresar. Para existir.
En ellos se alojaba mi país entero, por ellos vivía en mí. Así también para quien
navega en el mar un continente se resume en el simple destello de algunos faros. Un
faro no mide la lejanía; simplemente, su luz esta presente en los ojos. Y todas las
maravillas del continente se alojan en la estrella.
Y hoy, que Francia, luego de la ocupación total, ha entrado en bloque con su
cargamento en el silencio, como un navío del que, con todos los fuegos apagados, se ignora si sobrevive o no a los peligros del mar, la suerte de cada uno de aquellos a quienes amo me atormenta con mas gravedad que una enfermedad en mi mismo instalada. Descubro que la fragilidad de ellos me amenaza en mi esencia.
Quien me obsesiona esta noche la memoria tiene cincuenta años. Esta enfermo. Y es judío. ¿Cómo sobrevivirá al terror alemán? Para imaginarme que todavía respira tengo que creer que, refugiado en secreto por la hermosa muralla de silencio de los campesinos de su aldea, el invasor lo ha ignorado. Solamente entonces creo que todavía vive. Solamente entonces, deambulando a lo lejos en el imperio de su amistad -que no tiene fronteras- me esta permitiendo no sentirme emigrante, sino viajero. Pues el desierto no esta allí donde uno cree. El Sahara tiene más vida que una capital, y la más hormigueante de las ciudades se vacía si los polos esenciales de la vida se desimantan.
III
¿Cómo construye entonces la vida las líneas de fuerzas en las que vivimos? ¿De
donde viene la fuerza que me atrae hacia la casa de ese amigo? ¿Cuáles son los
instantes capitales que han hecho de esa presencia uno de los polos de los que
tengo necesidad? ¿Con que secretos acontecimientos están amasadas las
ternuras particulares y, a través de ellas, el amor al país?
¡Que poco ruido hacen los verdaderos milagros! ¡Que simples son los acontecimientos esenciales! En el instante en que quiero contar hay tan poco que
decir que me es necesario revivirlo en sueños, y hablar a ese amigo.
Y ocurre merced a un día de preguerra, a orillas del Saona, del lado de Tournus.
Habíamos elegido para almorzar un restaurante cuyo balcón de tablas dominaba el río. Acodados sobre una mesa muy sencilla, que los clientes habían grabado a cuchillo, habíamos encargados dos Pernods. Tu medico te prohibía el alcohol, pero, en las grandes ocasiones, trampeabas. Y aquella era una gran ocasión. No sabíamos por que, pero era. Lo que nos alegraba era algo más impalpable que la calidad de la luz. Por eso te había decidido por el Pernod de las grandes ocasiones. Y como dos marineros descargaban una chalana a dos pasos de nosotros invitamos a los marineros. Los habíamos llamado desde lo alto del balcón. Y vinieron. Vinieron con toda sencillez. Tan natural habíamos encontrado el invitar a camaradas, a causa, quizás, de aquella fiesta invisible en nosotros. ¡Era tan evidente que responderían al signo! ¡Brindamos, pues!
El sol era agradable. Su tierna miel bañaba los álamos de la margen opuesta y
la llanura casi hasta el horizonte. Estábamos, siempre sin saber por que,
cada vez más contentos. Nos tranquilizaba que el sol brillara, que el río corriera, que la comida fuera comida, que los marineros hubieran respondido al llamado, que la sirvienta nos sirviera con una suerte de gentileza dichosa, como si presidiera un fiesta eterna. Estábamos completamente en paz, bien afincados, al abrigo del desorden, en una civilización definitiva. Saboreábamos una suerte de estado
perfecto en el que, colmados todos los deseos, no teníamos ya nada que confiarnos. Nos sentíamos puros, rectos, luminosos e indulgentes. No hubiésemos sabido decir que verdad nos aparecía con tanta evidencia, pero el sentimiento que nos dominaba era, sin duda alguna, el de la certidumbre, el de una certidumbre casi orgullosa.
De aquel modo el universo probaba su voluntad a través de nosotros. La condensación de las nebulosas, el endurecimiento de los planetas, la formación de las primeras amebas, el trabajo gigantesco de la vida que encamino la ameba hasta llegar al hombre, todo, todo había convergido felizmente para desembocar a través de nosotros, en aquella cualidad del placer. Como resultado no estaba mal.
Nos regodeamos con aquel encuentro mudo y aquellos ritos casi religiosos. Mecidos por el vaivén de la sirvienta casi sacerdotal, los marineros y nosotros brindábamos como los fieles de una misma Iglesia, aunque no hubiésemos podido decir cuál. Uno de los dos marineros era holandés; el otro alemán. Este había huido del nazismo. Allá estaba perseguido por comunista, o por trotskista, o por católico o por judío. (Ya no recuerdo la etiqueta por cuyo nombre había sido proscripto el hombre.) Pero en aquel momento era algo totalmente distinto que una etiqueta. Lo que contaba
era el contenido. La pasta humana. Era un amigo, simplemente. Y estábamos de
acuerdo, entre amigos. Tu estabas de acuerdo. Yo estaba de acuerdo. Los
marineros y la sirvienta estaban de acuerdo. ¿De acuerdo en qué? ¿Acerca del
Pernod? ¿Del significado de la vida? ¿De la dulzura del día? Tampoco eso
hubiésemos podido decirlo. Pero el acuerdo era total, y estaba tan solidamente
establecido en profundidad, se asentaba sobre una biblia tan evidente en su
sustancia, aunque inexpresable mediante palabras, que de buen grado hubiésemos
aceptado fortificar aquel pabellón, sostener allí un cerco, morir tras la
metralla para salvar aquella sustancia.
¿Que sustancia?... ¡Esto es lo que resulta difícil de explicar! Corro el riesgo de
aprehender tan solo reflejos y no lo esencial. Las palabras, insuficientes, dejaran escapar mi verdad. Seria oscuro si pretendiera que hubiéramos combatido con gusto para salvar una determinada cualidad de la sonrisa de los marineros, y de tu sonrisa y de mi sonrisa, y de la sonrisa de la sirvienta, un determinado milagro de aquel sol que tanto trabajo se había tomado, desde hacia millones y millones de años, para llegar, a través de nosotros, a la cualidad de una sonrisa tan bien lograda.
Lo esencial, lo mas frecuente, no tiene peso. Aquí lo esencial solo fue, aparentemente una sonrisa. Una sonrisa es a menudo lo esencial. Una sonrisa paga.
Una sonrisa recompensa. Una sonrisa anima. Y la cualidad de una sonrisa puede
hacer morir. Sin embargo, puesto que esa cualidad nos liberaba tan plenamente de la angustia de los tiempos presentes y nos otorgaba la certeza, la esperanza, la paz, tengo necesidad de contar hoy, para expresarme mejor, la historia de otra sonrisa.
IV
Fue en el curso de un reportaje sobre la guerra civil española. Yo habia cometido
la imprudencia de asistir de contrabando, cerca de las tres de la mañana, a un
embarco de material secreto en una estacion para trenes de carga. Mi indiscreción se vio favorecida por la agitación de los equipos y una cierta oscuridad. Pero resulte sospechoso a los milicianos anarquistas
Fue muy simple. Yo no sospechaba nada acerca de su elastica y silenciosa
aproximación, cuando ellos ya se cerraban sobre mi, suavemente, como los dedos de una mano. El caño de una carabina se poso ligeramente contra el vientre y el
silencio me parecio solemne. Finalmente, levante los brazos.
Observe que no clavaban los ojos en mi cara, sino en la corbata (la moda de un
barrio anarquista desaconsejaba tal objeto de arte). Mi carne se contrajo. Espere la
descarga, era la epoca de los juicios expeditivos. Pero no hubo descarga.
Después de algunos segundos de un vacío absoluto, a lo largo de los cuales los
equipos de trabajo me dieron la impresión de que bailaran en otro universo una
suerte de ballet de ensueño, mis anarquitas, con un ligero movimiento de
cabeza, me indicaron que los precediera, y nos pusimos en marcha, sin apuro, a
traves de las vias de la playa. La captura habia tenido lugar en medio de un perfecto silencio y con extraordinaria economía de movimientos. Asi juega la
fauna submarina.
Muy pronto me hundí en el subsuelo transformado en puesto de guardia. Mal iluminados por una triste lámpara de petróleo, otros milicianos dormitaban, la
carabina entre las piernas. Intercambiaron algunas palabras, en voz neutra, con los
hombres de mi patrulla. Uno de ellos me registro.
Yo hablo castellano, pero ignoro el catalán. Con todo, comprendi que me exigian mis papeles. Los habia olvidado en el hotel. Respondí: “Hotel... Periodista...” sin saber si mi lenguaje transmitía algo. Los milicianos se pasaron mi maquina fotográfica de mano en mano como una pieza de convicción. Algunos de los que bostezaban, desplomados en sus sillas cojas, se levantaron con cierto aburrimiento y se pusieron contra la pared.
Por que la impresión dominante era la del tedio. De molestia y de sueño. Tuve la sensación de que la capacidad de atención de aquellos hombres habia sido estirada al maximo. Casi hubiese deseado, como contacto humano, una señal de hostilidad. Pero no me honraban con ningun signo de colera, ni siquiera de reprobación. Intenté varias veces protestar en castellano. Mis protestas cayeron en el vacío. Me miraron sin reaccionar, como si hubieran mirado un pez chico en un acuario.
Esperaban. ¿Qué esperaban? ¿El regreso de alguno de ellos? ¿El alba? Me decía: “Esperan, quizás, tener hambre...”
Me decía también: “¡Harán una tontería! ¡Es absolutamente ridículo!” Mas bien que angustia, el sentimiento que experimentaba era de disgusto por lo absurdo. Me decía: “¡Si me deshielan, si quieren actuar, tirarán!”
¿Me encontraba, si o no, realmente en peligro? ¿Seguian ignorando que yo no era un saboteador, que no era un espia, sino un periodista? ¿Qué mis papeles de identidad se encontraban en el hotel? ¿Habian tomado una decisión? ¿Cuál?
Yo no sabia nada acerca de ellos, salvo que fusilaban sin grandes caros de conciencia. Las vanguardias revolucionarias, cualesquiera que sean, practican la caza, no del hombre (no miden al hombre en su sustancia), sino de
los síntomas. La verdad adversa les parece una enfermedad epidemica. Por un
síntoma dudoso se remite a los contagiosos al lazareto de aislamiento. El cementerio. Por eso me parecia siniestro este interrogatorio que me caia encima, a
traves de monosilabos vagos, de tanto en tanto, y del que no comprendia nada. Mi
pellejo se jugaba en una ruleta ciega. También por eso experimente, para pesar con una presencia real, la extraña necesidad de gritarles, acerca de mi, algo que me colocara en mi verdadero destino. Mi edad, por ejemplo. Es impresionante, ¡la edad de un hombre! Resume toda su vida. Esa, su madurez, se ha hecho lentamente. Se ha hecho contra tantos obstáculos vencidos, contra tantas graves enfermedades curada, contra tantas penas calmadas, contra tantas desesperaciones superadas, contra tantos riesgos de los que la mayor parte escapo a la conciencia. Se
ha hecho a traves de tantos deseos, de tantas esperanzas, de tantas nostalgias,
tantos olvidos, tanto amor. Representa una hermosa carga de experiencia y de
recuerdos. ¡La edad del hombre! A pesar de las trampas, de los tumbos, de los
atolladeros, hemos continuado avanzando, bien o mal, pasablemente, como una
buena carreta. Y ahora gracias a una convergencia obstinada de felices
circunstancias, aquí estamos. Tengo treinta y siete años. Y la buena carreta, si
Dios quiere, llevará aun mas lejos su carga de recuerdos. Me decia, pues: “Aquí
he llegado. Tengo treinta y siete años...” Me hubiese gustado abrumar a mis jueces
con esa confidencia... pero ya no me interrogaban más.
Fue entonces cuando ocurrio el milagro. ¡Oh! Un milagro muy discreto. No tenia
cigarrillos, y puesto que uno de mis carceleros fumaba, le rogué con un gesto
que me diera uno, y esbocé una vaga sonrisa. Al comienzo el hombre se estiró,
se paso la mano lentamente por la frente, levantó los ojos ya no en la direccion de
mi corbata, sino en la de mi rostro, y -con gran sorpresa de mi parte- esbozó también el una sonrisa. Fue como el dia que nace.
El milagro no evito el drama, simplemente lo borró, como la luz respecto de la sombra. Ya no habia lugar para el drama. El milagro no modifico nada de lo visible. La triste lampara de petroleo, una mesa con papeles esparcidos, los hombres adosados a la pared, el color de los objetos, el olor, todo persistio. Pero todas las cosas fueron transformadas en su sustancia misma. Aquella sonrisa me liberó. Era un signo tan definitivo, tan evidente en sus consecuencias cercanas, tan irreversible como la aparición del sol, inauguraba una nueva era. Nada había cambiado, y todo
había cambiado. La mesa con papeles esparcido se convertía en algo vivo. La
lámpara de petróleo se convertía en algo vivo, las paredes estaban vivas. El tedio
que rezumaban los objetos muertos de aquella cueva se disipaba por
encantamiento. Era como si una sangre invisible hubiera comenzado a circular
nuevamente, ligando todas las cosas en un mismo cuerpo, y restituyendoles una
significación.
Tampoco los hombres se habian movido; a pesar de ello, mientras un segundo antes
me habian parecido mas alejados de mi como una especie antidiluviana, ahora
nacian a una vida cercana. Experimentaba una extraordinaria sensación de presencia. Eso es: de presencia. Y sentia mi parentesco.
El muchacho que me habia sonreido y que, un segundo antes solo era una funcion, un util, una suerte de insecto monstruoso, se revelaba ahora algo torpe, casi timido, de una maravillosa timidez. Y no se trata de que fuera menos brutal que los otros -¡ah, terrorista!- , sino que el advenimiento del hombre en él ponia a luz su parte mas vulnerable. Nosotros, los hombres, adoptamos grandes aires, pero sabemos, en lo secreto del corazon, de la vacilación, de la duda, de la pena... Nada se habia dicho hasta entonces. Sin embargo todo esta resuelto. Yo apoyé la mano, en señal de agradecimiento, sobre la espalda del miliciano, cuando este me tendio el cigarrillo. Y como, roto el hielo, los otros milicianos se convirtieron tambien ellos en hombres, entre en su sonrisa como en un pais nuevo y libre.
Entré en su sonrisa como otras veces había entrado en la sonrisa de nuestros salvadores en el Sahara. Los camaradas, al encontrarnos después de jornadas de
busqueda, después de aterrizar lo menos lejos posible, marchaban hacia nosotros a
grandes pasos, balanceando muy visiblemente, en el estremo del brazo, ls
botas de agua. De la sonrisa de los salvadores -si me tocaba ser naufrago-,
como de la sonrisa de los naufragos -si me tocaba ser salvador-, me acuerdo como de una patria donde me sintiera extraordinariamente feliz. El placer verdadero es placer de comensal. El salvataje solo era la ocasión para ese placer. El agua no tiene el poder para encantar si no es antes regalo de la buena voluntad de los hombres.
Los cuidados que se prodigan al enfermo, la acogida que se brinda al proscripto, el
perdon mismo solo tiene valor gracias a la sonrisa que ilumina la fiesta. En la sonrisa nos reunimos por encima de los lenguajes, de las catas, de los partidos. Somos los fieles de una misma Iglesia, ella y sus costumbres, yo y las mias.
V
¿Es esta cualidad de la alegría el fruto más precioso de esta civilización que es la
nuestra? Una tiranía totalitaria podría satisfacernos, es verdad, en nuestras
necesidades materiales. Pero no somos ganado para engordar. La prosperidad y el
confort no podrían bastar para colmarnos. Para nosotros, que nos educamos en el
culto del respeto por el hombre, pesan gravemente los simples encuentros que tienen lugar a veces, en fiestas maravillosas...
¡Respeto por el hombre! ¡Respeto por el hombre!... ¡He allí la piedra de toque!
Cuando el Nazi respeta exclusivamente lo que se le asemeja, solo se respeta a si
mismo. Rechaza las contradicciones creadoras, arruina toda esperanza de
ascenso, y funda por mil años, en el lugar del hombre, el robot de un termitero. El
orden por el orden castra al hombre de su poder esencial, el de transformar tanto al mundo como a sí mismo. La vida crea al orden, pero el orden no crea a la vida.
Nos parece, muy por el contrario, que nuestro ascenso no ha terminado, que la verdad de mañana se nutre del error de ayer, y que las contradicciones que hay
que superar son el abono mismo de nuestro crecimiento. Reconocemos como nuestros aun a quienes difieren de nosotros.
¡Pero qué parentesco tan extraño es éste que se funda en el futuro y no en el pasado, en el fin y no en el origen! Somos, los unos para los otros, peregrinos que a lo largo de camino diversos penamos con destino a la misma cita.
Pero hoy ocurre que el respeto por el hombre, condición de nuestro ascenso, está en peligro. Los crujidos del mundo moderno nos han hundido en las tinieblas. Los problemas son incoherentes, las soluciones contradictorias. La verdad de ayer ya está por construirse. No se entrevé ninguna síntesis válida, y cada uno de nosotros sólo lleva consigo una parcela de la verdad. Las religiones políticas, carentes de evidencia que las imponga, apelan a la violencia. Y así, mientras nos dividimos en lo que respecta a los métodos, corremos el peligro de no volver a reconocer que todos nos apresuramos hacia el mismo fin.
Si al franquear una montaña en la dirección de una estrella el viajero se deja absorber demasiado por los problemas del escalamiento se arriesga a olvidar cuál es la estrella que lo guía. Si se mueve sólo por moverse, no irá a ninguna parte. Si la sillera de la catedral se preocupa demasiado por la ubicación de las sillas,
se arriesga a olvidar que está sirviendo a un dios. Del mismo modo, si me encierro
en alguna pasión de partido, me arriesgo a olvidar que una política sólo tiene sentido con la condición de estar al servicio de una evidencia espiritual. Hemos gustado, en las horas del milagro, una cierta cualidad de las relaciones humanas, y allí está para nosotros la verdad.
Cualquiera sea la urgencia de la acción, nos esta vedado --so pena de que la acción
permanezca estéril-- olvidar la vocación que ha de gobernarla. Queremos fundar el
respeto por el hombre. ¿Por qué nos habríamos de odiar dentro de un mismo
campo? Nadie de entre nosotros tiene el monopolio de la pureza de intenciones.
Puedo combatir, en nombre de mi camino, el camino que otro ha elegido; puedo
criticar los pasos de su razón --los pasos de la razón son inciertos--. Pero debo
respetar a ese hombre, en el plano del Espíritu, si pena hacia la misma estrella.
¡Respeto por el hombre! ¡Respeto por el hombre!...Si el respeto del hombre está
fundado en el corazón de los hombres -- siguiendo el camino inverso-- terminarán
por fundar el sistema social, político o económico que consagrará tal respeto.
Una civilización se funda ante todo en la sustancia; primeramente es, en el hombre,
el ciego deseo de un cierto calor. Luego, el hombre, de error en error, encuentra el
camino que lleva al fuego.
Por esta razón, amigo mío, tengo tanta necesidad de tu amistad. Tengo sed de un compañero que respete en mi, por encima de los litigios de la razón, el peregrino de
aquel fuego. A veces tengo necesidad de gustar por adelantado el calor prometido,
y descansar, mas alla de mi mismo, en esa cita que será la nuestra.
¡Estoy tan cansado de polémicas, de exclusividades, de fanatismos! En tu casa
puedo entrar sin vestirme con un uniforme, sin someterme a la recitación de
un Corán, sin renunciar a nada de mi patria interior. Junto a ti no tengo ya que
disculparme, no tengo que defenderme, no tengo que probar nada. Como en Tournus, hallo la paz. Mas allá de mis palabras torpes, mas allá de los razonamientos que me pueden engañar, tú consideras en mi simplemente al Hombre, tú honras en mí al embajador de creencias, de costumbre, de amores particulares. Si difiero de ti, lejos de menoscabarte, te engrandezco. Me interrogas como se interroga al viajero.
Yo, que como todos, experimento la necesidad de ser reconocido, me siento
puro en ti y voy hacia ti. Tengo necesidad de ir allí donde soy puro. Jamás han sido
mis fórmulas ni mis andanzas las que te informaron acerca de lo que soy, sino que
la aceptación de quien soy te ha hecho, necesariamente, indulgente para con esas
andanzas y esas fórmulas. Te estoy agradecido por que me recibes tal como
soy. ¿Qué he de hacer con un amigo que me juzga? Si recibo a un amigo en mi
mesa, le ruego que se siente, si renguea, pero no le pido que baile.
Amigo mío, tengo necesidad de ti como de una cumbre donde se puede respirar.
Tengo necesidad de acodarme junto a ti, una ves más a orillas del Saona, sobre la
mesa de una pequeña hostería de tablones desunidos, y de invitar allí a dos
marineros en cuya compañía brindaremos en la paz de una sonrisa semejante al día.
Si todavía combato, combatiré un poco por ti. Tengo necesidad de ti para creer
mejor en el advenimiento de esa sonrisa. Tengo necesidad de ayudarte a vivir. Te
veo tan débil, tan amenazado, arrastrando tus cincuenta años a lo largo de horas y
horas, para subsistir un día mas, en la vereda de cualquier almacén pobre,
tiritando al abrigo precario de una capa raída. Te siento, a ti que eres tan francés,
en doble peligro de muerte, en tanto francés y en tanto judío. Siento el precio
integro de una comunidad que ya no autoriza los litigios. Todos pertenecemos
a Francia como partes de un mismo árbol, y yo servire tu verdad como tu hubieras servido la mía. Para nosotros, franceses que estamos afuera, en esta guerra se trata de desbloquear la provisión de semillas heladas por la presencia alemana. Se trata de ayudaros, a vosotros que estáis allá. Se trata de haceros libres en la tierra donde tenéis el derecho fundamental de desarrollar vuestras raíces. Sois cuarenta
millones de rehenes. Las verdades nuevas se preparan siempre en las cuevas de la
opresión: cuarenta millones de rehenes meditan allá su nueva verdad. Nosotros
nos sometemos por adelantado a esa verdad.
Pues seréis ciertamente vosotros quienes nos enseñaran. No es nuestra misión
aportar la llama espiritual a quienes, como una vela, la alimenta ya con su propia
sustancia. Tal vez no leáis siquiera nuestros libros. Tal ves no escuchéis nuestros discursos. Nuestras ideas... es posible que las vomitéis. Nosotros no fundamos Francia, solo podemos servirla. Y sea lo que fuere que hiciéremos, no tendremos derechos a reconocimiento alguno. No hay medida común entre el oficio de soldado y el oficio de rehén. Vosotros sois los santos.
Saint-Exupéry, Antoine de; "Carta a un rehén" (Lettre a un Otago). 1944.
Traducción de: Susana Saavedra Marco. A Galmarini, para editorial Goncourt, Buenos Aires, Argentina. 1983.
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