12 abril 2010

Crónicas de la oscuridad (I). ¿Quién tiene el poder en México?

La semana pasada la revista mexicana "Proceso" de información y análisis político causó una revelación cuya proporción es tal que quiero dejar antecedente de ello aquí en este Diario.

El periodista Julio Scherer García sostuvo un encuentro con Ismael "El mayo" Zambada, capo del cartel de Sinaloa. Encuentro que era una entrevista "programada" por el propio Capo quien contactó al reconocido periodista y bajo estrictos patrones de seguridad fue llevado a "determinado sitio" para el encuentro.

Este es el primero de dos mensajes que he titulado como "Crónicas de la oscuridad"; una referencia personal que enfatiza el impacto que a nivel personal vislumbro en dos hechos que acontecieron apenas en los últimos 12 días de este mes de Abril y que hablan de límites en la tragedia humana que se vive en muchos momentos y en muchos países. Esta primer parte refiere a la crónica de Scherer de su encuentro con "el mayo" y los hechos que desprende el intento que el periodista hizo de sostener una entrevista sustancial, quedando sólo en el intento debido a la actitud general del propio capo. Es de una importancia elevada ya que las implicaciones de tal documento llegan más lejos de lo que puedas imaginarte. La fotografía que el capo y Scherer se tomaron y que es portada de la revista proceso en que se publicó el artículo es sin duda un manifiesto de poder, una manipulación a gran escala, algo que coloquialmente puede interpretarse como "Para que les quede claro!"

Si los periodistas pueden encontrar al capo y la policía no esto despierta una primer inquietud en la cabeza de las personas. Julio Scherer ha sido ampliamente criticado por sus colegas del periodismo debido al "debate moral" de si debió o no debió aceptar hacer este encuentro y si se vió "blando" con sus pocas preguntas más mil patrañas más que disfrazan de "doctrina y moral", despertadas muchas de ellas por una evidente envidia que hace que "ahora si" saquen a pulirse sus logros como periodistas y decir "qué es lo que se debe hacer", al respecto encontré una posición muy acorde con las circunstancias y en palabras que, a nivel personal, si equilibran lo que debe ser dicho, más allá de los comentarios de periodistas que no saben voltear hacia atrás y reconocer que "la escuela de periodismo" ha girado numerosas veces de ángulo para adaptarse a situaciones que cambian como el tiempo mismo. Esta posición, que será el texto siguiente en este mismo post tras el artículo del propio Scherer fue escrito por Mireya Márquez Ramirez y me fue ampliamente grato leerle ya que tanto en medios escritos reconocidos como en la televisión sólo encontré miradas celosas y una amplia confusión de términos y posiciones. Todos tratan de tener "la razón" y todos "opinan" sin observar de cerca todas las implicaciones y riesgos a los que el propio creador de Proceso tuvo que someterse para lograr ese texto y esa foto
. No cualquiera "va al infierno" para venir a contarte y si bien puedan existir elementos para crítica también sobran para análisis, el texto que vas a encontrar será estudiado minuciosamente en las universidades, discutido ampliamente entre colegas y observado a microscopio por el pobre Cisen (uy! cuaaaaanta inteligencia hemos de tener ahí que recurrimos al FBI en lugar de ellos para resolver el "asunto mediático" de la niña, casi santo, Paulette Gebara Farah) y, aunque les cague, quien más va a leer este artículo es la propia gente involucrada en el narcotráfico, quienes sin dudar ríen de ver que el gobierno es nulo y su presencia basta. Es iluso creer que un gobierno construido sobre la inestabilidad del poder político mexicano quiera enfrentar a un enemigo tan grande, diluido entre todas las filas de cualquier frente. El narco es poderoso porque tiene de su lado a numerosas cabezas que distribuyen, conspiran, averiguan y someten a otros con tal de llevar la droga a las manos del consumidor, consumidor que esta en el gobierno, está en la farándula, está en tu trabajo, está en tu propia calle, está en tu familia, aunque tú no lo sepas. Sus sistemas de inteligencia son más eficaces que los nuestros, trabajan por sus intereses, por su seguridad, por sometimiento; y cualquiera la razón resultan ser mejores, son más eficaces y están construidos sobre una lealtad que ha destruido la identidad humana para convertirlos en "clones y soldados" de las sustancias y la oscuridad.

¿Es o no un problema de todos entonces?

El narcotráfico es un problema que aqueja a TODOS, los involucrados, los que consumen, los que no lo hacen. Ha dejado una estela de muertes que se hace más grande cada día y ha costado la vida a numerosos periodistas que han intentado acercarse a sus guaridas. Un encuentro así en circunstancias "civiles" cualquiera no podría darse simple y sencillamente porque ellos no son tontos como el gobierno cree, no necesitaban demostrar un poder que tienen de facto. Logran edificar obras que al gobierno les cuesta el triple en dinero y en fallas y pesé a que el gobierno se la vive vanagloriandose de su lucha, la droga sigue en las calles, sigue en las manos, sigue en el cuerpo, pese a que cueste tantas vidas, cueste tantos abusos, cueste la perdida de una visión de vida para convertir a las personas comunes (sin escuela ni distinción congruente de lo que son "los principios") en gente con poder, poder de ser y pensar sin limite alguno, lo que significa que si un día piensan que deben matarte, lo harán y se acabó! pueden con eso! Sin culpa ni rastro.

Intentamos ver la moral del narco con la moral que tenemos, no somos capaces de ver que es ahí precisamente donde nació el problema. Observarás en el texto de Scherer diversas referencias al modo de actuar de diversas personas y neta, observa! El propio periodista se diluyo entre las calles, en una fonda, en una calle cualquiera de la ciudad o su periferia, tú pudiste estar ahí, pudiste ser otro comensal que ignoro lo que ocurría justo en la mesa de al lado. Pensamos que la tragedia y el dolor están lejos, que estos problemas no nos afectan cuando han costado tantas vidas, cuando pueden costar la nuestra. No hace mucho se suscitó un tiroteo en plena avenida principal del la periferia del DF (la vía José López Portillo) justo en un restaurante de mariscos ubicado en Tultitlán, Estado de México. Se realizó una persecución que involucro a las corruptas policías municipales cercanas y a la polícia estatal y federal. De la persecución que comenzó en Coacalco y acabase en Tultitlán no se capturó a un solo agresor, en cambio cuando menos 1 policía muerto y gente secuestrada de la que nadie volvió a hablar por lo que es inevitable la pregunta de ¿realmente nos interesa saber que ocurrió más allá de los hechos o sólo dejamos las noticias aparecer y pasar porque no nos "afectan" directamente (pensamos)? realmente importa! Cuando pregunté a personas cercanas al lugar, actúan asustados los primeros dos minutos, luego, como no es su problema, siguen en sus asuntos. Nadie mira más allá de sus narices, más allá de sus egoísmos y sus intenciones. Juzgamos que todos tenemos la misma moral y que vemos las mismas cosas, pero la oscuridad es corrupta cuanto más profundo entras, ahí es donde pierdes tu corazón y recriminas con verdadero odio hacia la fe perdida, donde te aferras al lado que te da tu "vasto" poder. En la entrevista de Scherer, el mayo hace una observación de esta índole:

"El monte es mi casa, mi familia, mi protección, mi tierra, el agua que bebo. La tierra siempre es buena, el cielo no.

–No le entiendo.

–A veces el cielo niega la lluvia"

Este texto de Julio Scherer formará (lo he dicho y lo sostengo) parte de los libros de historia futuros de México, es la batalla que el país traba consigo mismo ahora, a doscientos años de su fundación como país "independiente" y tras hacerse claro desde hace más de 10 años que el enemigo somos nosotros y no los demás. Somos un país joven, libre pero inexperto e incipiente. No creamos ya películas trascendentes como en la época en que hicimos del cine un rasgo de identificación (le época de oro) y hemos copiado cuanta formula existe para lograr darnos una identidad sin distinguir lo que realmente somos como nación de naciones, seguiremos emulando las políticas que adopten otros, copiando esquemas y patrones de países desarrollados porque no nos juzgamos capaces de ver, pensar, analizar y sustraer un conocimiento propio. Tendría que volver a nacer Rosseau y ser mexicano apellidado "Hernández" para que podamos tener un poquito de "ilustración" porque simple y sencillamente no sabemos quienes somos, no nos valoramos y seguimos sumidos en nuestra moral aunque tengamos 3. Ya lo decía Oscar Lewis en su reconocida obra "Los hijos de Sánchez" y bueno! ni siquiera fue él quien tuvo que hablar, hablaron los propios Sánchez, mexicanos que permitieron uno de los estudios sociológicos más acordes con la verdadera identidad mexicana y que nos dejó bien parados ante nadie. En aquel tiempo (los años sesenta) el libro causo una controversia tal que fue prohibida su publicación y se sometió el asunto a juicio; ¿Cómo un extranjero iba a venir a estudiarnos como si fuéramos chimpances y reflejarnos de una forma tan denigrante? Pues eso somos! ni más ni menos! (no chimpances, somos lo que somos, el libro lo refleja y lo hace con estricto patrón sociológico, sin intervención del tercero en cuestión, es decir, el autor), con el tiempo esto se demostró y hoy, se demuestra otra vez. El autor fue perseguido y juzgado por supuestamente "denigrarnos" cuando lo único que hizo fue retratar un pedazo bastante fiel de la realidad del México de los 60, arriesgándose a toda clase de penurias y quedando al descubierto por las cosas que quedaron dichas y de las cuales él asumió responsabilidad. Deberíamos pensar en esto antes de irnos a degollar la cabeza de un periodista que aprovecho su oportunidad y persiguió la información, información que el periodismo debe buscar sin vinculación expresa del gobierno, sin atarse a un patrón de ideas ya que la información es eso: información, proveniente de los hechos reales, tangibles y semilla de los análisis y los cambios en nuestro pensamiento.

Un estudio diferente merecen las sustancias en cuestión (las drogas, como instrumento del "narcotráfico"), necesitamos partir de ahí, de enfocar los diálogos hacia una apertura social que permita a las personas entender los pros y contras de cada sustancia que puede introducir a su cuerpo. No es igual hablar de mariguana (con su controvertido THC que es menos dañino que un cigarro y que no mata de sobredosis alguna y cuyo peligro no reside de forma básica en la sustancia, lo está más en la psique del consumidor) que hablar de Cocaína, Crack, Tachas o Heroína; cada sustancia puede degenerar la personalidad del individuo en base a distintos factores -no estoy diciendo que una adicción a mariguana sea buena, los holandeses lo permiten bajo muchos parámetros, por ejemplo- pero esta información se cierra a nuestra sociedad, donde tachamos todo de tajo sin tomarnos la consideración de plantearlo en la realidad que el país vive y partir de reflejarnos desde ahí (y desde otros enfoques que retroalimenten el análisis sin ser posturas que tomamos sin procesarlas) para encontrar una solución real basados en hechos ponderados y realmente conscientes.

Es por esa gran razón (transformarnos) que he decidido colocar aquí la primer crónica, consta de 2 elementos: el texto original de Julio Scherer contenido en la revista Proceso y un segundo texto, propiedad de Mireya Márquez Ramirez; dejo a tu criterio el análisis completo y que si tienes alguna opinión esto generé un nuevo dialogo a partir de ti y así, de ese modo todos podremos opinar, podremos exigir, podremos asumir un compromiso con esta lucha como sociedad ¿porqué digo esto? porque él virus está entre nosotros y se resume en una palabra bien sencilla pero muy compleja como problemática: el desconocimiento. Por no saber estamos ignorando muchas implicaciones y riesgos, esto cuesta vidas, esto cuesta dinero, esto cuesta mentes... el único cambio en el narcotráfico nacerá de nosotros como sociedad, no de un gobierno tibio que sigue buscando una cabeza cuando el problema reside en millones de ellas, las consumidoras y las no. El conocimiento es el único que puede conducirnos a algún lado, pero la ausencia de él provoca hechos como el que el periodista Julio Scherer retrata en su "El Mayo en Abril", hechos que no vienen de años para acá, vienen de mucho tiempo atrás y que son ahora la realidad de nuestra sociedad, realidad que ahora se puede dar el lujo de aparecer en portada y que, aunque fuera por vanidad o fuera por miedo, reflejan que nuestra sociedad tiene problemas en sus venas, problemas cuya única solución somos todos, no unos cuantos.

He aquí los hechos, para la historia:

El Mayo en Abril (Entrevista de Julio Scherer a Ismael "El Mayo" Zambada, capo del cartel de Sinaloa), contenido en la revista Proceso (fuente original mediante vinculo en el nombre de la publicación)

MÉXICO, D.F., 3 de abril (Proceso).- Una expresión de Julio Scherer García ha quedado grabada con hierro candente, entre muchas otras, en quienes colaboramos con él. “Si el Diablo me ofrece una entrevista, voy a los infiernos…”. En el mayor de los sigilos, bajo la exigencia de reserva absoluta que él respetó y respeta, el fundador de Proceso fue convocado a encontrarse con Ismael El Mayo Zambada. “Tenía interés en conocerlo”, le dijo el capo del cártel de Sinaloa, colega y compadre de El Chapo Guzmán. En el encuentro, que terminó en puntos suspensivos, El Mayo Zambada dejó un reto: “Me pueden agarrar en cualquier momento… o nunca”.

Un día de febrero recibí en Proceso un mensaje que ofrecía datos claros acerca de su veracidad. Anunciaba que Ismael Zambada deseaba conversar conmigo.

La nota daba cuenta del sitio, la hora y el día en que una persona me conduciría al refugio del capo. No agregaba una palabra.

A partir de ese día ya no me soltó el desasosiego. Sin embargo, en momento alguno pensé en un atentado contra mi persona. Me sé vulnerable y así he vivido. No tengo chofer, rechazo la protección y generalmente viajo solo, la suerte siempre de mi lado.

La persistente inquietud tenía que ver con el trabajo periodístico. Inevitablemente debería contar las circunstancias y pormenores del viaje, pero no podría dejar indicios que llevaran a los persecutores del capo hasta su guarida. Recrearía tanto como me fuera posible la atmósfera del suceso y su verdad esencial, pero evitaría los datos que pudieran convertirme en un delator.

Me hizo bien recordar a Octavio Paz, a quien alguna vez le oí decir, enfático como era:

“Hasta el último latido del corazón, una vida puede rodar para siempre.”





Una mañana de sol absoluto, mi acompañante y yo abordamos un taxi del que no tuve ni la menor idea del sitio al que nos conduciría. Tras un recorrido breve, subimos a un segundo automóvil, luego a un tercero y finalmente a un cuarto. Caminamos en seguida un rato largo hasta detenernos ante una fachada color claro. Una señora nos abrió la puerta y no tuve manera de mirarla. Tan pronto corrió el cerrojo, desapareció.

La casa era de dos pisos, sólida. Por ahí había cinco cuadros, pájaros deformes en un cielo azuloso. En contraste, las paredes de las tres recámaras mostraban un frío abandono. En la sala habían sido acomodados sillones y sofás para unas diez personas y la mesa del comedor preveía seis comensales.

Me asomé a la cocina y abrí el refrigerador, refulgente y vacío. La curiosidad me llevó a buscar algún teléfono y sólo advertí aparatos fijos para la comunicación interna. La recámara que me fue asignada tenía al centro una cama estrecha y un buró de tres cajones polvosos. El colchón, sin sábana que lo cubriera, exhibía la pobreza de un cobertor viejo. Probé el agua de la regadera, fría, y en el lavamanos vi cuatro botellas de Bonafont y un jabón usado.

Hambrientos, el mensajero y yo salimos a la calle para comer, beber lo que fuera y estirar las piernas. Caminamos sin rumbo hasta una fonda grata, la música a un razonable volumen. Hablamos sin conversar, las frases cortadas sin alusión alguna a Zambada, al narco, la inseguridad, el ejército que patrullaba las zonas periféricas de la ciudad.

Volvimos a la casa desolada ya noche. Nos levantaríamos a las siete de la mañana. A las ocho del día siguiente desayunamos en un restaurante como hay muchos. Yo evitaba cualquier expresión que pudiera interpretarse como un signo de impaciencia o inquietud, incluso la mirada insistente a los ojos, una forma de la interrogación profunda. El tiempo se estiraba, indolente, y comíamos con lentitud.

Las horas siguientes transcurrieron entre las cuatro paredes ya conocidas. Yo llevaba conmigo un libro y me sumergí en la lectura, a medias. Mi acompañante parecía haber nacido para el aislamiento. Como si nada existiera a su alrededor, llegué a pensar que él mismo pudiera haber desaparecido sin darse cuenta, sin advertirlo. Me duele escribir que no tenía más vida que la servidumbre, la existencia sin otro horizonte que el minuto que viene.

“Ya nos avisarán –me dijo sorpresivamente–. La llamada vendrá por el celular.”

Pasó un tiempo informe, sin manecillas. ‘Paciencia’, me decía.

Salimos al fin a la oscuridad de la noche. En unas horas se cruzarían el ocaso y el amanecer sin luz ni sombra, quieto el mundo.

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Viajamos en una camioneta, seguidos de otra. La segunda desapareció de pronto y ocupó su lugar una tercera. Nos seguía, constante, a cien metros de distancia. Yo sentía la soledad y el silencio en un paisaje de planicies y montañas.

Por veredas y caminos sinuosos ascendimos una cuesta y de un instante a otro el universo entero dio un vuelco. Sobre una superficie de tierra apisonada y bajo un techo de troncos y bejucos, habíamos llegado al refugio del capo, cotizada su cabeza en millones de dólares, famoso como el Chapo y poderoso como el colombiano Escobar, en sus días de auge, zar de la droga.

Ismael Zambada me recibió con la mano dispuesta al saludo y unas palabras de bienvenida:

–Tenía mucho interés en conocerlo.

–Muchas gracias –respondí con naturalidad.

Me encontraba en una construcción rústica de dos recámaras y dos baños, según pude comprobar en los minutos que me pude apartar del capo para lavarme. Al exterior había una mesa de madera tosca para seis comensales, y bajo un árbol que parecía un bosque, tres sillas mecedoras con una pequeña mesa al centro. Me quedó claro que el cobertizo había sido levantado con el propósito de que el capo y su gente pudieran abandonarlo al primer signo de alarma. Percibí un pequeño grupo de hombres juramentados.

A corta distancia del narco, los guardaespaldas iban y venían, a veces los ojos en el jefe y a ratos en el panorama inmenso que se extendía a su alrededor. Todos cargaban su pistola y algunos, además, armas largas. Dueño de mí mismo, pero nervioso, vi en el suelo un arma negra que brillaba intensamente bajo un sol vertical. Me dije, deliberadamente forzada la imagen: podría tratarse de un animal sanguinario que dormita.

–Lo esperaba para que almorzáramos juntos–, me dijo Zambada y señaló la silla que ocuparía, ambos de frente.

Observé de reojo a su emisario, las mandíbulas apretadas. Me pedía que no fuera a decir que ya habíamos desayunado.

Al instante fuimos servidos con vasos de jugo de naranja y vasos de leche, carne, frijoles, tostadas, quesos que se desmoronaban entre los dedos o derretían en el paladar, café azucarado.

–Traigo conmigo una grabadora electrónica con juego para muchas horas–, aventuré con el propósito de ir creando un ambiente para la entrevista.

–Platiquemos primero.

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Le pregunté al capo por Vicente, Vicentillo.

–Es mi primogénito, el primero de cinco. Le digo “Mijo”. También es mi compadre.

Zambada siguió en la reseña personal:

–Tengo a mi esposa, cinco mujeres, quince nietos y un bisnieto. Ellas, las seis, están aquí, en los ranchos, hijas del monte, como yo. El monte es mi casa, mi familia, mi protección, mi tierra, el agua que bebo. La tierra siempre es buena, el cielo no.

–No le entiendo.

–A veces el cielo niega la lluvia.

Hubo un silencio que aproveché de la única manera que me fue posible:

–¿Y Vicente?

–Por ahora no quiero hablar de él. No sé si está en Chicago o Nueva York. Sé que estuvo en Matamoros.

–He de preguntarle, soy lo que soy. A propósito de su hijo, ¿vive usted su extradición con remordimientos que lo destrocen en su amor de padre?

–Hoy no voy a hablar de “Mijo”. Lo lloro.

–¿Grabamos?

Silencio.

–Tengo muchas preguntas–, insistí ya debilitado.

–Otro día. Tiene mi palabra.

Lo observaba. Sobrepasa el 1.80 de estatura y posee un cuerpo como una fortaleza, más allá de una barriga apenas pronunciada. Viste una playera y sus pantalones de mezclilla azul mantienen la línea recta de la ropa bien planchada. Se cubre con una gorra y el bigote recortado es de los que sugieren una sutil y permanente ironía.

–He leído sus libros y usted no miente–, me dice.

Detengo la mirada en el capo, los labios cerrados.

–Todos mienten, hasta Proceso. Su revista es la primera, informa más que todos, pero también miente.

–Señáleme un caso.

–Reseñó un matrimonio que no existió.

–¿El del Chapo Guzmán?

–Dio hasta pormenores de la boda.

–Sandra Ávila cuenta de una fiesta a la que ella concurrió y en la que estuvo presente el Chapo.

–Supe de la fiesta, pero fue una excepción en la vida del Chapo. Si él se exhibiera o yo lo hiciera, ya nos habrían agarrado.

–¿Algunas veces ha sentido cerca al ejército?

–Cuatro veces. El Chapo más.

–¿Qué tan cerca?

–Arriba, sobre mi cabeza. Huí por el monte, del que conozco los ramajes, los arroyos, las piedras, todo. A mí me agarran si me estoy quieto o me descuido, como al Chapo. Para que hoy pudiéramos reunirnos, vine de lejos. Y en cuanto terminemos, me voy.

–¿Teme que lo agarren?

–Tengo pánico de que me encierren.

–Si lo agarraran, ¿terminaría con su vida?

–No sé si tuviera los arrestos para matarme. Quiero pensar que sí, que me mataría.

Advierto que el capo cuida las palabras. Empleó el término arrestos, no el vocablo clásico que naturalmente habría esperado.

Zambada lleva el monte en el cuerpo, pero posee su propio encierro. Sus hijos, sus familias, sus nietos, los amigos de los hijos y los nietos, a todos les gustan las fiestas. Se reúnen con frecuencia en discos, en lugares públicos y el capo no puede acompañarlos. Me dice que para él no son los cumpleaños, las celebraciones en los santos, pasteles para los niños, la alegría de los quince años, la música, el baile.

–¿Hay en usted espacio para la tranquilidad?

–Cargo miedo.

–¿Todo el tiempo?

–Todo.

–¿Lo atraparán, finalmente?

–En cualquier momento o nunca.

Zambada tiene sesenta años y se inició en el narco a los dieciséis. Han transcurrido cuarenta y cuatro años que le dan una gran ventaja sobre sus persecutores de hoy. Sabe esconderse, sabe huir y se tiene por muy querido entre los hombres y las mujeres donde medio vive y medio muere a salto de mata.

–Hasta hoy no ha aparecido por ahí un traidor–, expresa de pronto para sí. Lo imagino insondable.

–¿Cómo se inició en el narco?

Su respuesta me hace sonreír.

–Nomás.

–¿Nomás?

Vuelvo a preguntar:

–¿Nomás?

Vuelve a responder:

–Nomás.

Por ahí no sigue el diálogo y me atengo a mis propias ideas: el narcotráfico como un imán irresistible y despiadado que persigue el dinero, el poder, los yates, los aviones, las mujeres propias y ajenas con las residencias y los edificios, las joyas como cuentas de colores para jugar, el impulso brutal que lleve a la cúspide. En la capacidad del narcotráfico existe, ya sin horizonte y aterradora, la capacidad para triturar.

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Zambada no objeta la persecución que el gobierno emprende para capturarlo. Está en su derecho y es su deber. Sin embargo, rechaza las acciones bárbaras del Ejército.

Los soldados, dice, rompen puertas y ventanas, penetran en la intimidad de las casas, siembran y esparcen el terror. En la guerra desatada encuentran inmediata respuesta a sus acometidas. El resultado es el número de víctimas que crece incesante. Los capos están en la mira, aunque ya no son las figuras únicas de otros tiempos.

–¿Qué son entonces? –pregunto.

Responde Zambada con un ejemplo fantasioso:

–Un día decido entregarme al gobierno para que me fusile. Mi caso debe ser ejemplar, un escarmiento para todos. Me fusilan y estalla la euforia. Pero al cabo de los días vamos sabiendo que nada cambió.

–¿Nada, caído el capo?

–El problema del narco envuelve a millones. ¿Cómo dominarlos? En cuanto a los capos, encerrados, muertos o extraditados, sus reemplazos ya andan por ahí.

A juicio de Zambada, el gobierno llegó tarde a esta lucha y no hay quien pueda resolver en días problemas generados por años. Infiltrado el gobierno desde abajo, el tiempo hizo su “trabajo” en el corazón del sistema y la corrupción se arraigó en el país. Al presidente, además, lo engañan sus colaboradores. Son embusteros y le informan de avances, que no se dan, en esta guerra perdida.

–¿Por qué perdida?

–El narco está en la sociedad, arraigado como la corrupción.

–Y usted, ¿qué hace ahora?

–Yo me dedico a la agricultura y a la ganadería, pero si puedo hacer un negocio en los Estados Unidos, lo hago.

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Yo pretendía indagar acerca de la fortuna del capo y opté por valerme de la revista Forbes para introducir el tema en la conversación.

Lo vi a los ojos, disimulado un ánimo ansioso:

–¿Sabía usted que Forbes incluye al Chapo entre los grandes millonarios del mundo?

–Son tonterías.

Tenía en los labios la pregunta que seguiría, ahora superflua, pero ya no pude contenerla.

–¿Podría usted figurar en la lista de la revista?

–Ya le dije. Son tonterías.

–Es conocida su amistad con el Chapo Guzmán y no podría llamar la atención que usted lo esperara fuera de la cárcel de Puente Grande el día de la evasión. ¿Podría contarme de qué manera vivió esa historia?

–El Chapo Guzmán y yo somos amigos, compadres y nos hablamos por teléfono con frecuencia. Pero esa historia no existió. Es una mentira más que me cuelgan. Como la invención de que yo planeaba un atentado contra el presidente de la República. No se me ocurriría.

–Zulema Hernández, mujer del Chapo, me habló de la corrupción que imperaba en Puente Grande y de qué manera esa corrupción facilitó la fuga de su amante. ¿Tiene usted noticia acerca de los acontecimientos de ese día y cómo se fueron desarrollando?

–Yo sé que no hubo sangre, un solo muerto. Lo demás, lo desconozco.

Inesperada su pregunta, Zambada me sorprende:

–¿Usted se interesa por el Chapo?

–Sí, claro.

–¿Querría verlo?

–Yo lo vine a ver a usted.

–¿Le gustaría…?

–Por supuesto.

–Voy a llamarlo y a lo mejor lo ve.

La conversación llega a su fin. Zambada, de pie, camina bajo la plenitud del sol y nuevamente me sorprende:

–¿Nos tomamos una foto?

Sentí un calor interno, absolutamente explicable. La foto probaba la veracidad del encuentro con el capo.

Zambada llamó a uno de sus guardaespaldas y le pidió un sombrero. Se lo puso, blanco, finísimo.

–¿Cómo ve?

–El sombrero es tan llamativo que le resta personalidad.

–¿Entonces con la gorra?

–Me parece.

El guardaespaldas apuntó con la cámara y disparó.








Hay dos tipos de escritores.
Uno es el tipo que cava la tierra en busca de la verdad.
Está abajo en el hoyo echando la tierra hacia arriba.
Pero encima de él hay otro hombre devolviendo la tierra hacia abajo.
Él también es periodista.
Entre ambos siempre hay un duelo.

Hennig Mankell, La Pista Falsa





(Sobre) "El Mayo en Abril" (de) Julio Scherer.
Texto original de: Mireya Márquez Ramírez

Abril 06, 2010

La buena: el periodismo se re-piensa a sí mismo. La mala: sobran pasiones, faltan razones. Don Julio Scherer y el semanario Proceso no sólo arrasaron en ventas con su exclusiva de la semana y generaron noticia, sino que se convirtieron en ‘la’ noticia.

El motivo: el encuentro entre el veterano periodista y uno de los narcotraficantes más buscados del momento: Ismael ‘El Mayo’ Zambada. Desde su guarida, el cercano colaborador del ‘Chapo’ Guzmán mostró el rostro que ha escabullido al Ejército, y lo mismo ha ventilado sus miedos y ansiedades, que vaticinado el fracaso de la actual guerra contra el narcotráfico del gobierno mexicano.

Atacar a las cúpulas es infructuoso, parece decir, porque el cáncer cuya célula original era él ha impregnado tan mortalmente a la sociedad que ya es muy tarde para quimioterapias.

Pero las contradicciones o posibles motivaciones del narcotraficante para revelar su rostro a la opinión pública, su lenguaje y su dialéctica, han pasado al segundo plano. Es su interlocutor quien le roba los reflectores, el hombre del que más líneas se han escrito –en castellano, inglés y francés—en las reseñas históricas sobre el periodismo mexicano, sin duda beneficiario de su escuela.

Hasta 1976, Julio Sherer le proveyó de lustre al revitalizar el género de la entrevista para estampar al diario Excélsior en el firmamento internacional. Después de 1976, le proveyó de dignidad al estampar a la revista Proceso como ícono de investigación, crítica innegociable, independencia editorial y relativa soberanía financiera.

Por ello es quizás que debido a su nombre y reputación desde varias trincheras se le recrimina a don Julio primero, que sirva de portavoz y micrófono a personajes que son enemigos de la legalidad, como el narcotráfico y el crimen organizado, no solamente en tiempos en que el gobierno mexicano está en guerra abierta contra los cárteles de la droga y demanda desesperado de aliados en los medios, sino porque la cifra de periodistas cuyos asesinatos se atribuyen al narcotráfico está a la alza.

Segundo, se le cuestiona si en su intento de aferrarse a la peleada cumbre del prestigio no habrá pisoteado los preceptos básicos de la ética periodística al ceder a las exigencias de un narcotraficante y más aún, dejarse abrazar por él e inmortalizar el momento en la portada de su revista.

Una tercera corriente de crítica le reclama su tibieza y la calidad de su producto, pues después de todo, arguyen sus críticos, ni fue entrevista, ni hizo preguntas incómodas, ni aportó datos nuevo a lo ya sobradamente conocido. Fue un simple espectáculo de poder, dicen algunos.

Una cuarta corriente de crítica, un tanto extensión de la lógica de la primera, asegura que el dotar de espacios en medios a los delincuentes contribuye a su glorificación y legitimación. Si bien creo que en la segunda y tercera corrientes de la crítica hay más margen de discusión y posiblemente mayor justificación, no comparto la primera y la cuarta que cuestionan la ética periodística a partir del discurso absolutista de la legalidad.

Hoy pocos negarían el valor noticioso de entrevistas con los delincuentes, monstruos, villanos y asesinos del México contemporáneo, como Carlos Ahumada, Rogelio Montemayor, René Bejarano, José Antonio Zorrilla Pérez, Óscar Espinosa Villarreal, Mario Aburto, Napoleón Gómez Urrutia, Daniel Arizmendi ‘El Mochaorejas’, Raúl Salinas de Gortari, Diego Santoy Riveroll, Orlando Magaña Dorantes, Juana Barraza Samperio ‘La Mataviejitos’ o José Luis Calva Zepeda ‘El Caníbal de la Guerrero’.

Si han de criticar a un periodista que busca hacer su trabajo, deberían esgrimirse argumentos más allá del discurso de la legalidad y la criminalidad, porque sus contornos textuales y contextuales son muy laxos y exigen congruencia y consistencia.

En su momento, el sub-comandante Marcos fue el enemigo público número uno del Estado y gran parte de la prensa mexicana así lo trató en su discurso, no así la extranjera, que lo consideró una voz válida y pionera del naciente movimiento altermundista. Y con todo, continúa siendo uno de los sujetos noticiosos más buscados y más esquivos.

Podría esgrimirse que a diferencia de los últimos, el ‘Mayo’ Zambada es un virulento criminal que representa una amenaza continua para la sociedad, y no está en cautiverio, en arraigo o en lugar conocido.

Pero una, no podemos aplicar el discurso de la legalidad a unos sí y a otros no en función del tamaño de sus delitos, sean manifestantes rompe-vidrios, guerrilleros, políticos corruptos o narcotraficantes; dos, la guerra contra el narcotráfico es del gobierno, no del periodismo, quien no está obligado a comprometerse con la agenda de ningún actor político, dominante, oficial, alterno o clandestino.

En cambio, sí está obligado a informar desde todas las esquinas y valiéndose para ello de la mayor cantidad de voces posible, aunque esas voces sean impopulares. Quizás el referente internacional más inmediato sea el reportero británico Robert Fisk, veterano corresponsal de guerra del diario The Independent, quien lo mismo provoca dolores de cabeza a los gobiernos, cuestiona y publica estrategias militares y de inteligencia, revela la hipocresía de las relaciones diplomáticas en Medio Oriente que condena los abusos de poder, violación de derechos humanos y estigmatización de las sociedad musulmanas.

Tiene una trayectoria que le ha valido numerosos reconocimientos, y cuenta en su haber con tres entrevistas a Osama Bin Laden, y una, hace pocas semanas, con Hafez Mohamed Saeed, presunto autor intelectual de los atentados de Mumbai.

Pero a Fisk no le sobran los elogios, tiene también innumerables críticos que lo mismo lo acusan de anti-patriota, de izquierdista, de ser impreciso y aventurado en sus juicios, y de despreciar los cánones periodísticos como la objetividad y el distanciamiento editorial, que de glorificar al terrorismo y justificar el fundamentalismo islámico con sus entrevistas.

Pero ningún periodista que se precie de serlo dejaría pasar la oportunidad, de haberla tenido, de entrevistar en su momento a Luicio Cabañas, a Ibon Gogeascoechea, a Manuel Marulanda, o a militantes de Al Fatah. Como no la desperdició el mexicano José Pagés en 1939 cuando tuvo enfrente a Adolfo Hitler o Roy Howard cuando tuvo a José Stalin.

Asimismo se le reprocha a Scherer el contribuir a la glorificación y humanización del narcotráficos y su cultura. Pero eso no es ni nuevo, ni limitado al contexto mexicano. Es un debate antiquísimo que obedece quizás a que el periodismo es también la ventana, fotografía, canal, herramienta y alimento de la imaginación colectiva y la cultura popular.

Contribuye, desde su lectura, a la construcción de la memoria material de pueblos y sociedades. Desde miradas diversas y contrastantes, aporta documentación y formas de abordar y escribir la historia.

Abundan, por ejemplo, los estudios que analizan el papel de la prensa y la literatura en la representación y construcción semántica de criminales, bandoleros y forajidos erigidos hoy día en mitos y leyendas, desde Robin Hood hasta Jesse James.

Al Capone y su mafia sanguinaria se consagraron gracias a las crónicas de la prensa de Chicago y uno de sus más famosos reporteros, Jake Lingle, celebrado por sus primicias y astucia para adentrarse en los recovecos de la mafia, y que fue originalmente tratado como héroe del gremio cuando las balas le cegaron la vida, aunque luego ya de muerto, la revelación de sus secretos acabó con su gloria.

En México, el caso más ilustre es el del periodista estadounidense John Reed. El perfil que hizo sobre Pancho Villa en 1913, uno de los delincuentes más célebres y temidos de su día, es tan memorable por su calidad literaria como por su metodología: pasó meses a su lado a fin de capturar fielmente la esencia y personalidad del Centauro del Norte. Quizás Villa no tendría su lugar de héroe revolucionario en la memoria histórica si no fuera por la prosa de Reed, aunque las víctimas de sus saqueos y asesinatos opinen lo contrario.

En ánimo de congruencia, quienes reclamen a Scherer la elección de su entrevistado debieran hacer lo propio en los anteriores casos. Y quienes cuestionen las razones del entrevistador para ver de cara al Diablo tienen ante sí una pila de ejemplos y casos de periodistas que en todas latitudes y tiempos, han hecho lo propio.

Es su trabajo. No es de sorprender entonces que desde la parte más gruesa de la pirámide gremial, los que se ven a sí mismos como peones de las calles, los que prefieren llamarse reporteros de a pie que periodistas, han salido a defender al decano. Reconocen en su colega al más ejemplar todos sus maestros y su curiosidad y tenacidad como sus más grandes motores.

En suma, la crítica a Scherer no debería apelar a la ética basada en la premisa de que el carácter noticiable de un personaje se basa en su calidad moral y estatus legal. La prensa no es ministerio público, fiscal o juez, no está para perseguir delitos ni para juzgarlos, aunque en múltiples ocasiones así se auto-erija.

Lo que sí debe la prensa es trascender el discurso oficial, su vocabulario, su lógica, sus adjetivos, su argumentación, y cuestionar a los entes y centros de poder, y en su caso, ayudar a entender y poner en perspectiva, desde su esquina, los fenómenos sociales. De ello puede jactarse Proceso.

Un periodismo que se muestra tímido y no persigue su propia agenda está condenado a la pasividad y a la reactividad. Uno que abusa de su poder, se mimetiza con aquello que cuestiona y critica.

Las buenas crónicas y entrevistas tienen la cualidad de valerse del lenguaje para dejarnos ver más allá de lo obvio, para sugerir los lugares no explícitamente expresados en el discurso, para retratar al personaje a pesar de la presencia o ausencia de palabras.

Don Julio ha dado cátedra de entrevistador en numerosas ocasiones, y su prolífico trabajo da cuenta de ello. Sin embargo, eso no significa que sea intocable ni que los lectores nos debamos abstener de cuestionar la calidad periodística de su crónica o las limitaciones de su entrevista con el ‘Mayo’ Zambada o de su personaje. Si fue o no del nivel de sus anteriores trabajos es parte de una discusión que se antoja necesaria, pero que no es la que ha imperado en estos días.

Se le aplaude, como siempre, que fue al infierno, vio a los ojos al Diablo e hizo lo que tenía que hacer con los recursos a la mano: su observación y su memoria. Ahora, hablar con el Diablo es una cosa, publicar como testimonio del encuentro una fotografía donde se deja abrazar por él, es otra, una indudablemente polémica y provocativa.

Lo cierto es que ninguna reputación, ni siquiera la de Julio Scherer, ya en el invierno de su vida, tiene blindaje contra el implacable fuego del infierno. Jugar con fuego es peligroso hasta para los más curtidos en artes pirotécnicas. En el calendario de la vida pronto se aprende que el fuego quema, sea Mayo, abril o Julio. Si no, pregúntenle a Jake Lingle.

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